En 1990, mientras terminaba Abril de 1917 y ordenaba la enorme cantidad de material no incluido en La rueda roja, decidí presentar parte de ese material en forma de ensayo histórico sobre los judíos en la revolución rusa. Sin embargo, casi de inmediato quedó claro que, para comprender esos acontecimientos, el ensayo debía retroceder en el tiempo. Así, se retrocedió hasta la primera incorporación de los judíos al Imperio ruso en 1772. Por otra parte, la revolución de 1917 proporcionó un poderoso impulso a la judería rusa, por lo que el ensayo se extendió naturalmente al periodo postrevolucionario. Así nació el título Doscientos años juntos. Sin embargo, tardé en darme cuenta de la importancia de la frontera histórica trazada por la emigración masiva de los judíos de la Unión Soviética, que había comenzado en la década de 1970 (exactamente 200 años después de la aparición de los judíos en Rusia) y que en 1987 ya no tenía restricciones. Esta frontera había sido abolida, de modo que, por primera vez, el estatus no voluntario de los judíos rusos dejó de ser un hecho: ya no deben vivir aquí; Israel les espera; todos los países del mundo están abiertos a ellos. Este claro límite cambió mi intención de mantener la narración hasta mediados de los años noventa, porque el mensaje del libro ya se había cumplido: la singularidad del entrelazamiento ruso-judío desapareció en el momento del nuevo Éxodo. Ahora comenzaba un periodo totalmente nuevo en la historia de la judería rusa ya libre y sus relaciones con la nueva Rusia. Este periodo comenzó con cambios rápidos y esenciales, pero aún es demasiado pronto para predecir sus resultados a largo plazo y juzgar si su peculiar carácter ruso-judío perseverará o será suplantado por las leyes universales de la diáspora judía. Seguir la evolución de este nuevo desarrollo va más allá del tiempo de vida de este autor.
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