Al pie de la sagrada encina, el gran druida pronunciaba ciertas fórmulas, procedía a quemar un trozo de pan y vertía unas gotas de vino sobre el altar. Seguidamente ofrecía el pan y el vino en sacrificio, distribuyéndolo entre los presentes. Subía al árbol y cortaba el muérdago con una hoz de oro, echándolo en la túnica que los sacerdotes mantenían abierta. Luego los toros eran inmolados, mientras se rogaba, en alta voz, a la divinidad que se dignara proteger a su pueblo, conceder fertilidad a las mujeres estériles y librarles a todos de los venenos. Entretanto, los druidas distribuían el muérdago entre los asistentes, a modo de presente del año nuevo. Es evidente que, esta última práctica, a modo de superstición, ha llegado hasta nuestros días.
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