El ritmo del siglo XXI exige personas innovadoras, críticas y flexibles frente al cambio, con capacidad y actitud para el aprendizaje permanente, lo cual impone un reto a la educación y a la escuela en particular, quien no se puede seguir entendiendo como la poseedora del conocimiento cuyo fin último es dotar de éste a cuantos pasen por sus instalaciones. La escuela debe entonces, replantear sus prácticas pedagógicas, en las diferentes áreas, en particular en matemáticas, debido a que ésta permite desarrollar capacidades del pensamiento y está demás demostrado su utilidad, tanto para la vida cotidiana como para el aprendizaje de otras disciplinas. Ante las nuevas perspectivas, los roles de profesor y estudiante cambian. El profesor no puede limitarse a dar una información y verificar que haya sido recibida por los estudiantes, su quehacer debe estar dirigido hacia el desarrollo de habilidades cognitivas y procedimentales que hagan del estudiante un individuo competente para la vida académica, profesional y laboral. En este proceso se debe considerar la forma particular de aprender de cada individuo, es decir aquellas características que definen su estilo cognitivo.