Las infracciones de tráfico han sido analizadas desde distintos enfoques teóricos en psicología: como un problema de la personalidad de ciertos conductores, también como consecuencia de tácticas de control inadecuadas. Uno de cada dos ciudadanos conduce, y lo cierto es que prácticamente cualquier conductor puede infringir en cualquier momento, lo que excede las posibilidades del aparato de represión formal (vigilancia policial). El resultado es la mistificación del ciudadano conductor como "indómito", irreductible. Sin embargo, se ha pasado por alto el potencial del efecto socializador recíproco del propio grupo de conductores. Cuando otro conductor ve vulnerado su derecho a la seguridad que protegen las normas que no se respetan, debe permanecer impasible, se desactiva su potencial como agente de influencia. Ahora bien ¿debe un estado difícilmente eficaz permanecer como único garante de una seguridad que es de todos? Frente a esto, se propone la necesidad de estructurar y nutriruna cultura vial que apoye el control inter-individual; mecanismos punitivos blandos, pero sistemáticos, consensuados y consistentes en el cuerpo social que son la auténtica base de la moralidad del grupo.
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