Su felicidad duró toda la vida, porque, por ser los guardianes, no morirían. Durante mucho tiempo, cuando despertaban de ser piedras le enseñaban a los niños, adultos y a todo lo que tuviera vida que debían cuidar el medioambiente. La felicidad reinó en la aldea. El lago se aclaraba cada vez más, a medida que invitaba a más niños a soñar y a creer que los peces se enamoraban. Lulú y James aprendieron a murmurase en las noches, mientras eran piedras, y se quedaban uno al lado del otro. Poco a poco el mundo fue cambiando y entre James y Lulú nacieron más las emociones al ella enterarse de que traería un hijo de ambos.
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