Es indomable, inalcanzable; golpea y se retira, tenaz. En las noches de luna llena luce plateado y cuando el sol del mediodía resplandece, sus azules y verdes casi transparentes se mecen sobre las placidas arenas que lo contienen. Por milenios el hombre lo contempló y él siguió igual ante el curso de la historia. Fue testigo insondable de hechos y logros; de muertes y derrotas. Por siglos receptó el desecho que la humanidad no pudo mantener en tierra firme; todo lo pudo absorber y transformar, pero ahora no, ya no puede con tanta perfección y se está enfermando. En un atardecer tranquilo, la arena tibia, y mirar a lo lejos, donde cielo y mar se confunden en uno solo, y la humanidad entera bulle y se debate sobre sí misma; construye y destruye; descubre y olvida; avanza y retrocede; y todo tan aprisa, ni siquiera un chispazo de eternidad. Recordar sería como vivir lo ya conocido y en un día como éstos nada nuevo podría descubrirse, sí abrir los ojos al mañana... ¿Cuál mañana entonces? Recordemos que hemos amado con demasiado fervor a las estrellas como para temer a la noche.
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