La evocación de mi condición de desplazado no es un simple lamento. Es más bien la denuncia de un mal inaceptable que, a causa de las guerras, parece convertirse en algo habitual. La guerra que estalló en la RDC en 1996 y que continúa hasta hoy es una guerra injusta, una guerra por delegación y una operación antieconómica. Desvía la atención de los líderes de las preocupaciones de desarrollo a las cuestiones de seguridad. Y los políticos deshonestos se aprovechan de ello para malversar fondos públicos. Ante esta guerra, el pueblo congoleño no tiene más remedio que resistir con valentía. Sus activos: su capacidad de recuperación, la cohesión nacional y la conciencia de que los numerosos y escasos recursos naturales de la RDC, tan envidiados, les pertenecen. Nadie tiene derecho a privarla de ello sin su consentimiento. Los retos son numerosos: cambiar la práctica política, construir un ejército disuasorio, dirigir una diplomacia descompuesta frente a las potencias patrocinadoras, construir un Estado de derecho verdaderamente democrático, dar esperanza a la juventud y responsabilizarla. Para exorcizar esta guerra, debemos pensar en la reconstrucción.
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