En una isla mediterránea, refugio de utópicos, hippies y desertores de una lejana guerra, Genoveva Galante, tumultuosamente prevenida por los caminos de Europa, fumó anoche alucinógenos naturales y entre negras aguas cuya superficie la luna plateaba, abandonó su estado virginal. No fue por las decadentes tradiciones que acompañaron su adolescencia ni por acatamiento de los consejos tutelares que alcanzó las dieciocho primaveras en tan virtuoso estado, sino por la soledad: una soledad hastiosa y crepitante de fragancias de establo, monotonía de cencerros y sábanas en barbecho en las que ahogó los ardores de pubertad.
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