Este libro es un relato fragmentario a través del cual su protagonista, el señor Viñas, un hombre culto de edad avanzada, repasa su vida pasada con su esposa Rosalina y su hija Ana. La novela se centra en el envejecimiento, uno de los temas a los que el hombre contemporáneo se enfrenta con más horror que certidumbre. La vejez y la muerte se sitúan hoy en día al margen del vitalismo individual y a menudo las clínicas de cirugía estética, con sus liposucciones e injertos de bontax, las dietas de antioxidantes y los fármacos como el viagra no son sino maneras cotidianas de exorcizar el destino insobornable de todo ser humano al que más tarde o más temprano todos tenemos que enfrentarnos. Este Diario de un viejo terminal pone al desnudo esos y otros miedos que forman parte de la vida, sobre todo la de aquellos quizá no tan afortunados como para haber alcanzado el límite cronológico de los ochenta y tantos, cuando la experiencia vivida se amontona heterogéneamente, muchas veces sin la sintaxis del orden temporal ni la jerarquía que tuvieron. Para un viejo como el señor Viñas recordar no es pescar con caña un recuerdo entre muchos, sino lanzar la red en mar abierto: algún pez, por lo común diminuto, se puede atrapar al final del crepúsculo. Con los años la perspectiva de los recuerdos pierde su nitidez, los contornos se desdibujan; unas líneas divisorias entre categorías tienden a fundirse, otras a desaparecer, otras a metamorfosearse sustituyendo los recuerdos propios por otros prestados, ya sea de los libros, ya sea de la vida de los amigos y conocidos, o de todos a la vez. Hay, ciertamente, algo de impunidad en esos hurtos. Pero no importa; no es culpa nuestra, sino de la edad que tenemos, o de los achaques, esa sombra alargada y dolorosa tan propia de la vejez que nos conduce hasta la muerte. ¿Qué nos queda tras ese saqueo silencioso que pacientemente practican los vándalos implacables de la senescencia? Recons-truir su historia vital, o lo que de ella queda, a partir del noble ejercicio de la escritura, vuelve a ser para él como ejercitarse en la reconstrucción de uno de esos difíciles rompecabezas infantiles que nuestra impaciencia siempre acaba desbara-tando de un manotazo. La vejez también es impaciente. Faltaría más. Y el señor Viñas espera reconstruir estas notas por completo, con la misma impaciencia de un niño que espera los regalos de los Reyes de Oriente.
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