Cuando el tren mixto descendente, núm. 65 (no es preciso nombrar la línea), se detuvo en la pequeña estación situada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajeros de segunda y tercera clase se quedaron durmiendo o bostezando dentro de los coches, porque el frío penetrante de la madrugada no convidaba a pasear por el desamparado andén. El único viajero de primera que en el tren venía bajó apresuradamente, y dirigiéndose a los empleados, preguntoles si aquel era el apeadero de Villahorrenda. (Este nombre, como otros muchos que después se verán, es propiedad del autor.) ¿En Villahorrenda estamos ¿repuso el conductor, cuya voz se confundía con el cacarear de las gallinas que en aquel momento eran subidas al furgón¿. Se me había olvidado llamarle a Vd., señor de Rey. Creo que ahí le esperan a Vd. con las caballerías. ¿¡Pero hace aquí un frío de tres mil demonios! ¿dijo el viajero envolviéndose en su mantä. ¿No hay en el apeadero algún sitio dónde descansar y reponerse antes de emprender un viaje a caballo por este país de hielo? No había concluido de hablar, cuando el conductor, llamado por las apremiantes obligaciones de su oficio, marchose, dejando a nuestro desconocido caballero con la palabra en la boca. Vio este que se acercaba otro empleado con un farol pendiente de la derecha mano, el cual movíase al compás de la marcha, proyectando geométrica serie de ondulaciones luminosas. La luz caía sobre el piso del andén, formando un zig¿zag semejante al que describe la lluvia de una regadera.
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