Yo, que soy el autor de este poema, ando buscando un héroe; es cosa extraordinaria que no pueda encontrarlo, cuando casi todos los días se nos presenta uno a quien las gacetas y las plumas sirven de trompetas de la gloria, hasta que al fin el tiempo descubre que tal héroe no es el verdadero. Pero yo no quiero cantar a gentes de esa especie, a héroes falsos; quiero celebrar a nuestro antiguo amigo don Juan, hijo de doña Inés, a quien todos hemos visto en el teatro bajar a los infiernos un poco antes de tiempo. Vernon, el carnicero de Cumberland. Wolfie, Hawke, el príncipe Fernando Gramby, Burgoyne, Keppel, Howe, pícaros y hombres honrados, todos han tenido su parte en el universal elogio, y han servido de muestra, como en nuestros días Wellesley; cada uno de ellos, a su vez, han desfilado ante vuestra simpatía como los reyes de Banque, corriendo hacia la gloria, todos hijos de la misma madre. Francia ha conocido también a Bonaparte y a Dumoirier, y los ha visto llenar las páginas de sus "Debats" y su "Moniteur". Barnave, Brissot, Candercet, Marat Petion, Cloetz, Danton, Mirabeau, La Fayette, han sido, también, según se sabe, muy famosos en Francia. Y aún hay muchos que no están olvidados, como Joubert, Hoche, Marceau, Lannes Desaix, Moreau, y otros mil guerreros inscritos honrosamente en el templo de la Memoria; pero sus nombres tampoco podrían tener un lugar en mi poema.
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