Mr. Verloc, al salir por la mañana, dejaba su negocio nominalmente a cargo de su cuñado. Podía hacerlo porque había poco movimiento a cualquier hora y prácticamente ninguno antes de la noche. Mr. Verloc se preocupaba bien poco por su actividad visible y, además, era su mujer quien quedaba a cargo de su cuñado. El negocio era pequeño y también lo era la casa. Era una de esas casas sucias, de ladrillo, de las que había gran cantidad antes de la época de reconstrucción que se abatió sobre Londres. El negocio era cuadrado, con una vidriera al frente, dividida en pequeños paneles rectangulares. Durante el día la puerta permanecía cerrada; por la noche se mantenía discreta y sospechosamente entreabierta. En la ventana había fotografías de bailarinas más o menos desvestidas; paquetes varios envueltos como si fueran específicos medicinales, envases cerrados de papel amarillo, muy delgado, marcados con el precio de media corona en grandes cifras negras; unos cuantos números de publicaciones cómicas francesas, colgados de una cuerda como para secarse, un deslustrado recipiente de porcelana azul, una cajita de madera negra, botellas de tinta para marcar y sellos de goma; unos pocos libros con títulos que sugerían poco decoro, unos pocos números de diarios aparentemente viejos y mal impresos, con títulos como La Antorcha, El Gong: títulos vehementes. Los dos mecheros de gas, dentro de sus pantallas de vidrio, siempre tenían la llama baja, ya fuera por economía o por consideración a los clientes.
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