Aunque tú nos has dicho, y has dicho muy bien, que «el que lanza al mundo un libro con sus tachas buenas o malas, debe responder de todas, confiéselas o no»1, quiero, a buena cuenta y por lo que valga, invocarte por testigo de que al borrajear estos cuadros, casi a tu presencia, no me guió el propósito de resolver en ellos problema alguno, sino el de fantasear sobre un tema determinado, con el mismo derecho que han tenido otros escritores para fantasear con opuesta tendencia; y acusarte después, como te acuso, de haber creído y de seguir creyendo que en este rimero de cuartillas, escritas sin plan meditado y verdaderamente a vuelapluma, hay un libro que publicarse, porque, bien leído, no carece de útiles enseñanzas. Esto dicho sin temor de que me desmientas, declaro que, no obstante lo mucho que pesan tus dictámenes sobre mis pareceres, por esta vez, ateniéndome al mío, diametralmente opuesto al tuyo denunciado, quedáranse estos cuadros, como algunos de sus hermanos mayores, sin ver la luz de la imprenta, a no animarme a publicarlos la esperanza de que el lector ha de perdonar las tachas de la obra, en gracia de lo virgen del terreno en que penetra.
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