Un espléndido día de junio del año 455, justo cuando, en la hora tercia, en el circo Máximo de Roma había terminado el sangriento combate de dos gigantescos hérulos contra una piara de jabalíes hírcanos, una creciente agitación se apoderó gradualmente de los miles de espectadores. Al principio había llamado la atención sólo de los más cercanos que, en la tribuna separada, ricamente adornada con tapices y estatuas, donde tenía su asiento el emperador Máximo rodeado de sus funcionarios, hubiera entrado un mensajero cubierto de polvo, que, obviamente, acababa de descabalgar del caballo tras una acalorada carrera, y también que, apenas hubo comunicado la noticia al emperador, éste, en contra de los usos y costumbres, se levantara interrumpiendo el enardecido espectáculo; toda la corte lo siguió con prisa igualmente llamativa y pronto se vaciaron también los asientos asignados a los senadores y demás dignatarios. Una salida tan precipitada debía de tener un motivo importante. En vano las estridentes fanfarrias anunciaron otra lucha con fieras y de la reja levantada salió un león de Numidia, de negra melena, que se lanzó, con sordos rugidos, contra las cortas espadas de los gladiadores; la oscura ola de la alarma, rebosante de la pálida espuma de rostros inquisitivos, temerosos y asustados, ya se había encrespado y avanzaba fila tras fila. La gente se levantaba, señalaba con la mano los asientos vacíos de los prohombres, preguntaba, alborotaba, gritaba y silbaba; entonces, de repente, sin que nadie supiera quién había sido el primero, se propagó el confuso rumor de que los vándalos, esos temidos piratas del Mediterráneo, habían desembarcado en Portus con una poderosa flota y estaban avanzando hacia la despreocupada ciudad.
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