Era una locura de descontrol, algo que su arrendataria del diminuto apartamento que alquilaba en el casco antiguo de su ciudad se desvivía para hacerle notar, cuando por suerte daba con él, que le habían llamado o dejado recado de la necesidad de sus servicios en alguna academia. A lo que el procuraba parar de sus fiestas eternas para retomar la cordura y por unos días pretender ser el profesor que una vez fue. Ese día era el primero que duraría el tiempo suficiente en cual el profesor habitual retomaría sus clases, hasta entonces él era el responsable de todos esos jóvenes que pretendían gustarle la materia que el impartía, y que no podían esperar en salir corriendo de la clase cada vez que se daba esta por concluida.