La encontré sentada en una vieja rama sin hojas, con los ojos empapados en lágrimas y balbuceando entre sollozos un nombre al que no pude poner cara. Apoyé mi diminuta mano sobre la corteza del árbol y alcé mi rostro en el aire, con la boca entreabierta y el corazón agitado por la extraña sensación que ahora corría por mis venas. Ella me miró, y yo asustada volví sobre mis pasos, hasta que a punto estuve de tropezar con mis propias pisadas. Ella me sujetó de la mano antes de que yo cayera y me dañara por lo que le di las gracias de inmediato, y aunque ella negó con la cabeza mi agradecimiento, se puso de rodillas y me besó ambas manos, mientras me susurraba suavemente al oído unas mágicas palabras que aún no he podido olvidar a pesar del paso de los años.
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