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El desconocido llegó un día huracanado de primeros de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de una densa nevada, la última del año. El desconocido llegó a pie desde la estación del ferrocarril de Bramblehurst. Llevaba en la mano bien enguantada una pequeña maleta negra. Iba envuelto de los pies a la cabeza, el ala de su sombrero de fieltro le tapaba todo el rostro y sólo dejaba al descubierto la punta de su nariz. La nieve se había ido acumulando sobre sus hombros y sobre la pechera de su atuendo y había formado una capa blanca en la parte superior de su carga. Más muerto…mehr

Produktbeschreibung
El desconocido llegó un día huracanado de primeros de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de una densa nevada, la última del año. El desconocido llegó a pie desde la estación del ferrocarril de Bramblehurst. Llevaba en la mano bien enguantada una pequeña maleta negra. Iba envuelto de los pies a la cabeza, el ala de su sombrero de fieltro le tapaba todo el rostro y sólo dejaba al descubierto la punta de su nariz. La nieve se había ido acumulando sobre sus hombros y sobre la pechera de su atuendo y había formado una capa blanca en la parte superior de su carga. Más muerto que vivo, entró tambaleándose en la fonda Coach and Horses y, después de soltar su maleta, gritó: «¡Un fuego, por caridad! ¡Una habitación con un fuego!». Dio unos golpes en el suelo y se sacudió la nieve junto a la barra. Después siguió a la señora Hall hasta el salón para concertar el precio. Sin más presentaciones, una rápida conformidad y un par de soberanos sobre la mesa, se alojó en la posada. La señora Hall encendió el fuego, le dejó solo y se fue a prepararle algo de comer. Que un cliente se quedara en invierno en Iping era mucha suerte y aún más si no era de ésos que regatean. Estaba dispuesta a no desaprovechar su buena fortuna. Tan pronto como el bacon estuvo casi preparado y cuando había convencido a Millie, la criada, con unas cuantas expresiones escogidas con destreza, llevó el mantel, los platos y los vasos al salón y se dispuso a poner la mesa con gran esmero. La señora Hall se sorprendió al ver que el visitante todavía seguía con el abrigo y el sombrero a pesar de que el fuego ardía con fuerza. El huésped estaba de pie, de espaldas a ella, y miraba fijamente cómo caía la nieve en el patio. Con las manos, enguantadas todavía, cogidas en la espalda, parecía estar sumido en sus propios pensamientos. La señora Hall se dio cuenta de que la nieve derretida estaba goteando en la alfombra y le dijo: ¿¿Me permite su sombrero y su abrigo para que se sequen en la cocina, señor? ¿No ¿contestó éste sin volverse.
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