El horizonte del universo
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El horizonte del universo
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Produktdetails
- Verlag: La máquina hace Ping!
- Seitenzahl: 258
- Spanisch
- ISBN-13: 9788412531404
- ISBN-10: 841253140X
- Artikelnr.: 67726031
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Joaquín M.ª Azagra Caro es investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Publica regularmente artículos académicos sobre Estudios de Ciencia y Tecnología. Ha publicado la recopilación de relatos propios Arrepentimientos, incisiones, pigmentos e incógnitas y once relatos en revistas literarias y recopilaciones colectivas. Ha editado las recopilaciones de relatos Once cámaras acorazadas y Fugitivos del Lab – Círculo de Escritores. Ha obtenido cuatro premios en certámenes literarios y quedado finalista en varios más. Ha reseñado literatura al margen en su blog El péndulo en la garganta. Ha dirigido el documental Paseantes y los cortometrajes Segunda mano, Ven esta noche y Un talento innato, seleccionados en festivales, y ha figurado en los equipos de producción y dirección de tres largometrajes. Participa en el pódcast Qué grande es el gore.
El sueño me vence. Sé que debería mantenerme despierta, pero no puedo. Miro hacia abajo, veo su pene dentro de mi y aun así me voy a quedar dormida. Es buena señal, ya que un hombre capaz de relajarme tanto, es que tiene algo. Sin embargo, en este momento, lo veo engorroso. Llego a decirle: —No, no. Déjalo. En un segundo mis sentidos cesan y ya no sé qué hace conmigo. Despierto a medianoche, en una costa acantilada. Me asomo al borde de una preciosa caída de cuarenta metros, rematada por rocas en punta y una bola gris que no distingo bien. Me aparto, orino y asciende olor a musgo. Es un musgo negro que no solo recubre el suelo sino también a mí. Resulta agradable y me tumbo de nuevo a reposar, rodeada de caracoles. Duermen en sus conchas y yo con ellos. La cafetera hirviendo. El agua sale clara. Quienquiera que la haya calentado olvidó llenar el filtro. Señal de que no debo tomar café. Aprovecho el agua hirviendo para una taza de té. No hay nadie en casa. Es de día. Alguien ha limpiado el musgo adherido a mi piel y lo ha recogido en un bote transparente en la mesa de centro del salón. Me siento en un extremo del sofá de palés junto a la mesa. En el otro extremo, al lado del sofá, descansa un lienzo en blanco sobre un caballete. Espero a que el agua haya cogido sabor a té y arrojo la bolsita, que rebota contra el lienzo y cae al suelo, dejando en la tela una marca de la que gotean cuatro lágrimas. Un buen punto de partida. A mano, en la mesa de madera, un pincel. Lo cojo, con intención de continuar la obra, cuando una voz a mis espaldas me interrumpe: —Acabarás bebiendo el lienzo en infusión. No parece mala idea. Y es que Lemuel suele tenerlas buenas. Me giro hacia él un tanto excitada, y él lo advierte. —Mierda. Tienes pinta de haber dormido bien. Así no me rindes. El jodido cabrón se equivoca, ya que he dormido a saltos, y en parte a la intemperie, aunque no voy a perder tiempo en desmentirle. —El diecisiete —continúa—. Lo sabes, ¿verdad? Lemuel se larga. Retomo el cuadro. Dada la mancha del té, todo apunta a que vaya a ser un cuadro abstracto. Pero sé que en cuanto lo suba al taller, a la buhardilla, iré descubriendo figuras concretas. Allí es donde se debe pintar.
El sueño me vence. Sé que debería mantenerme despierta, pero no puedo. Miro hacia abajo, veo su pene dentro de mi y aun así me voy a quedar dormida. Es buena señal, ya que un hombre capaz de relajarme tanto, es que tiene algo. Sin embargo, en este momento, lo veo engorroso. Llego a decirle: —No, no. Déjalo. En un segundo mis sentidos cesan y ya no sé qué hace conmigo. Despierto a medianoche, en una costa acantilada. Me asomo al borde de una preciosa caída de cuarenta metros, rematada por rocas en punta y una bola gris que no distingo bien. Me aparto, orino y asciende olor a musgo. Es un musgo negro que no solo recubre el suelo sino también a mí. Resulta agradable y me tumbo de nuevo a reposar, rodeada de caracoles. Duermen en sus conchas y yo con ellos. La cafetera hirviendo. El agua sale clara. Quienquiera que la haya calentado olvidó llenar el filtro. Señal de que no debo tomar café. Aprovecho el agua hirviendo para una taza de té. No hay nadie en casa. Es de día. Alguien ha limpiado el musgo adherido a mi piel y lo ha recogido en un bote transparente en la mesa de centro del salón. Me siento en un extremo del sofá de palés junto a la mesa. En el otro extremo, al lado del sofá, descansa un lienzo en blanco sobre un caballete. Espero a que el agua haya cogido sabor a té y arrojo la bolsita, que rebota contra el lienzo y cae al suelo, dejando en la tela una marca de la que gotean cuatro lágrimas. Un buen punto de partida. A mano, en la mesa de madera, un pincel. Lo cojo, con intención de continuar la obra, cuando una voz a mis espaldas me interrumpe: —Acabarás bebiendo el lienzo en infusión. No parece mala idea. Y es que Lemuel suele tenerlas buenas. Me giro hacia él un tanto excitada, y él lo advierte. —Mierda. Tienes pinta de haber dormido bien. Así no me rindes. El jodido cabrón se equivoca, ya que he dormido a saltos, y en parte a la intemperie, aunque no voy a perder tiempo en desmentirle. —El diecisiete —continúa—. Lo sabes, ¿verdad? Lemuel se larga. Retomo el cuadro. Dada la mancha del té, todo apunta a que vaya a ser un cuadro abstracto. Pero sé que en cuanto lo suba al taller, a la buhardilla, iré descubriendo figuras concretas. Allí es donde se debe pintar.