Existe una especie de axioma acerca de los tópicos que aborda el tango en sus letras: su componente esencial estaría constituido por sentimientos ligados a la tristeza, a la nostalgia, a la melancolía o, si se nos permite el lunfardismo, al bajón. Sin embargo, esta acepción llorona no deja de ser un recorte parcial de su universo poético: siempre hubo humor en el tango. Más aún en el siglo XXI, que para el tango comienza en los convulsionados años 90. ¿Estaremos ante el nacimiento de una nueva poética? ¿Será el humor el motivo preferido de los letristas del nuevo milenio? ¿Será esta la tan mentada renovación del tango? ¿O, por el contrario, se trata tan sólo de pequeñas expresiones aisladas dentro de un paradigma estanco? En tiempos de cumbia y reaggeton, de internet y sexo virtual, de estrellas de rock rehabilitadas y radios ajenas al tango, de pesimismo y forzada alegría, de individualismo y de máscara del caretaje, de corruptela gobernante y de pobreza, de carraspera moral y de borocotización política, de anónimos seres valiosos y de ilustres hijos de puta, el poeta contemporáneo se entrega a la cópula pervertida del humor y el tango.