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Por fin he regresado al cabo de quince días de ausencia. Tres hace ya que nuestra gente está en Roulettenburg. Yo pensaba que me estarían aguardando con impaciencia, pero me equivoqué. El general tenía un aire muy despreocupado, me habló con altanería y me mandó a ver a su hermana. Era evidente que habían conseguido dinero en alguna parte. Tuve incluso la impresión de que al general le daba cierta vergüenza mirarme. Marya Filippovna estaba atareadísima y me habló un poco por encima del hombro, pero tomó el dinero, lo contó y escuchó todo mi informe. Esperaban a comer a Mezentzov, al francesito…mehr

Produktbeschreibung
Por fin he regresado al cabo de quince días de ausencia. Tres hace ya que nuestra gente está en Roulettenburg. Yo pensaba que me estarían aguardando con impaciencia, pero me equivoqué. El general tenía un aire muy despreocupado, me habló con altanería y me mandó a ver a su hermana. Era evidente que habían conseguido dinero en alguna parte. Tuve incluso la impresión de que al general le daba cierta vergüenza mirarme. Marya Filippovna estaba atareadísima y me habló un poco por encima del hombro, pero tomó el dinero, lo contó y escuchó todo mi informe. Esperaban a comer a Mezentzov, al francesito y a no sé qué inglés. Como de costumbre, en cuanto había dinero invitaban a comer, al estilo de Moscú. Polina Aleksandrovna me preguntó al verme por qué había tardado tanto; y sin esperar respuesta salió para no sé dónde. Por supuesto, lo hizo adrede. Menester es, sin embargo, que nos expliquemos. Hay mucho que contar. Me asignaron una habitación exigua en el cuarto piso del hotel. Saben que formo parte del séquito del general. Todo hace pensar que se las han arreglado para darse a conocer. Al general le tienen aquí todos por un acaudalado magnate ruso. Aun antes de la comida me mandó, entre otros encargos, a cambiar dos billetes de mil francos. Los cambié en la caja del hotel. Ahora, durante ocho días por lo menos, nos tendrán por millonarios. Yo quería sacar de paseo a Misha y Nadya, pero me avisaron desde la escalera que fuera a ver al general, quien había tenido a bien enterarse de adónde iba a llevarlos. No cabe duda de que este hombre no puede fijar sus ojos directamente en los míos; él bien quisiera, pero le contesto siempre con una mirada tan sostenida, es decir, tan irrespetuosa que parece azorarse. En tono altisonante, amontonando una frase sobre otra y acabando por hacerse un lío, me dio a entender que llevara a los niños de paseo al parque, más allá del Casino, pero terminó por perder los estribos y añadió mordazmente: «Porque bien pudiera ocurrir que los llevara usted al Casino, a la ruleta. Perdone ¿añadió-, pero sé que es usted bastante frívolo y que quizá se sienta inclinado a jugar. En todo caso, aunque no soy mentor suyo ni deseo serlo, tengo al menos derecho a esperar que usted, por así decirlo, no me comprometa...».
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