En la isla de la Tortuga solíamos encerrar a los gatos en cajas llenas de piedras y los tirábamos al océano, frente a Port-de-Paix o la loma de Tina, para que se ahogasen. Era una diversión inocente cuyo origen se desconocía, y que practicábamos para enfurecer a las mujeres y aplacarlas más tarde de la manera más antigua, con el mayor deleite. Una vieja leyenda las hacía amantes de los gatos y no estábamos dispuestos a ser tricionados más que por nosotros mismos. La isla estaba colmada de furores ancestrales, de vidas invisibles, recorrida por los fantasmas de los Hermanos de la Costa, repleta de tesoros ocultos, de cuando los filibusteros conocían llos secretos de la alquimia y convertían la pólvora en oro al apoderarse de nuestras naves, cargadas de aventureros y riquezas.
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