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Las inmensidades de lo desconocido son insondables e inconmensurables. Parece que fuéramos ciegos y sordos ante tal fárrago de cosas que nos acosan el cerebro al tratar de comprender sólo algunos aspectos del devenir humano. Todos hablamos de "ángeles", pero nunca hemos visto o determinado uno sólo. Escribimos tratados sobre la caída de los seres divinos, acompañantes del Creador, por haber actuado con rebeldía, pero lo ignoramos todo al respecto. Nos enorgullecemos de tener un santo protector y no tenemos una sola idea de cómo actúan los milagros que creemos recibir. En otras palabras, convivimos con situaciones que hemos calificado como fantásticas e inexplicables, porque no tenemos argumentos para soportarlas. Parece que ese mundo, hasta ahora desconocido por nosotros, es una de las razones que creemos es el aliciente que nos alivia y suaviza la entrada al más allá. Quizás, esa "promesa de otra vida después de la muerte" sea la verdadera realidad que nos permitirá ejercer la inmortalidad de nuestras almas y que disipará todas las dudas con las cuales tuvimos que vivir. EPÍLOGO de Juan de Dios Urrego Gallego.