Durante nuestro viaje, cuando en las noches serenas conversábamos en cubierta, observando el vaivén de las olas y el cielo mudable, descubrí el cambio absoluto que los desastres de Raymond habían operado en la mente de mi hermana. ¿Eran las aguas del mismo amor, últimamente frías y cortantes como el hielo, las que ahora, liberadas de sus gélidas cadenas, recorrían las regiones de su alma con agradecida y abundante exuberancia? Perdita no creía que estuviera muerto, pero sabía que se encontraba en peligro, y la esperanza de contribuir a su liberación y la idea de aliviar con ternura los males que pudieran haberle sobrevenido, elevaban y aportaban armonía a las anteriores estridencias de su ser. Yo, por mi parte, no me sentía tan optimista como ella respecto del resultado de nuestra misión, aunque en realidad ella se mostrara más segura que optimista. La esperanza de volver a ver al amante que había rechazado, al esposo, al amigo, al compañero de su vida, del que llevaba tanto tiempo alejada, envolvía sus sentidos en dicha, su mente en placidez. Era empezar a vivir de nuevo: era dejar atrás las arenas desiertas para ir en pos de una morada de fértil belleza; era un puerto tras una tempestad, una adormidera tras muchas noches en vela, un despertar feliz tras una pesadilla. La pequeña Clara nos acompañaba. La pobre niña no comprendía bien qué sucedía. Había oído que nos dirigíamos a Grecia, donde vería a su padre, y ahora, por vez primera en mucho tiempo, se atrevía a hablar de él con Perdita.
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