Hablar de cristianismo ¿y en especial el del Medievo¿ implica remitirse a algo más que la mera sucesión de papas, por decisiva que haya sido la actuación de muchos de ellos. Supone recordar el conjunto de instituciones y dogmas a través de los que se aspiró a articular la vida y el pensamiento de una sociedad. Es también profundizar en lo que comúnmente se denomina espiritualidad: la fuerza codificadora de las normas de vida interior de una minoría de privilegiados en lo intelectual o en lo moral, pero también esa dinámica capaz de articular los sentimientos (¿mentalidades?) de la masa de fieles. Asimismo, es reconocer las inercias del pasado que hacen que con frecuencia el cristianismo sea un estrato religioso bajo el cual asoman viejos atavismos a los que oficialmente se define como supersticiones. Y es, finalmente, valorar intentos de renovación no siempre bien orientados por sus protagonistas y muchas veces mal entendidos por sus detractores: llamémosles reformas, herejías o disidencias.
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