Padre mío: Llegó el momento en que, vencida la imponente ascensión, mis arterias golpeaban con ciento veinte pulsaciones por minuto. A nuestras plantas se extendía un océano de montañas, cuyas crestas, como olas petrificadas, se levantaban en escalas monstruosas a 1.000 y 1.500 metros sobre el nivel del mar. Al sur, las dilatadas estepas de Castilla, con sus desolados horizontes de desierto, iban perdiéndose en límites de sesenta leguas, entre un cielo caliginoso, henchido de limbos de oro y destellos de incendio. Al norte, un inmenso telón límpido, azul, como tapiz compacto tejido con amontonados zafiros, se destacaba, lleno de magnificencias, intentando con la grandeza de su extensión subir hasta las alturas: era el mar. A mi lado había un ser valeroso, cuya respetuosa amistad, llena de abnegaciones y de fidelidades, había querido compartir conmigo los peligros y vicisitudes de cinco meses de expedición a caballo y a pie por lo más abrupto del Pirineo Cantábrico. Estábamos sobre la misma cumbre, en el remate mismo de la crestería de piedra con que se yergue, como atleta no vencido, El Evangelista, uno de los colosos de la cordillera Las Peñas de Europa, coloso que levanta sus pedrizas enormes, sus abismos inmedibles, sus ventisqueros henchidos de cientos de toneladas de nieve a 2.600 metros sobre el nivel del mar. Sentíamos la felicidad de aquella elevación espantable, y el arriesgado propósito que teníamos de pasar la noche sobre aquellas cumbres, prestaba a nuestros cerebros la prodigiosa actividad de las horas de inspiración.
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