Una mañana de Junio, mientras Elvira se vestía en su cuerto de baño, miró distraídamente hacia la puerta que, abierta, daba a su dormitorio. La puerta de éste, también abierta, junto con la del baño, se unían en un triángulo y proyectaban una sombra pálida. La mirada de Elvira no era, en modo alguno, una mirada lenta, de esas que parecen absorber y sopesar el entorno. Porque Elvira ignoraba que, para sorprender a las cosas o para captar, de pronto, algo que está ahí, pero que nuestro detenimiento en la onservación no nos permite ver, es preciso mirar como quien dispara ráfagas, casi de soslayo, furtivamente. Por eso aquella mañana pálida, cuando los rayos de sol blanqueaban aún más la espesa colcha de ganchillo, Elvira descubrió, en uno de sus gestos rápidos, al cepillarse el cabello, que alguien de quien sólo veía los pies, estaba tumbado en su cama. Pensó: -Ya está. Es como siempre. Ha aparecido otro cuerpo.
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