Escribir es explorar, aventurarse al nombre del autor. En este caso, tanto del nombre del autor francés como del mío. Somos literatura, somos lo que nuestro nombre expresa, lo que nuestro nombre escribe. Ante cada enunciación, el nombre muere. Ante cada escritura, el autor desfallece, se fragmenta. No hay que olvidar que el nombre responde a una necesidad metonímica. Sólo una parte de mí es recuperada por mi nombre. Lo demás, mi totalidad, la forman tantos factores como lecturas pueda haber de mi existencia. Fuera de mi nombre (y dentro de éste) sólo queda la literatura, el texto. // No puedo imitar a Barthes. Sería una herejía tomar el cuerpo del autor para hacer un nuevo sistema de significación. El autor está muerto, cómo él mismo lo declaró. Sólo soy un lector de Barthes, un comunista (de vida en la comuna) de la escritura. Cohabito con él en un sistema que apasiona y aprisiona. La escritura es un hecho que condena a quien lo hace: lo condena a la muerte. Es el autor un ser muerto, un ser que se enuncia cuando se describe, un ser que se pone en juego cuando escribe su nombre.