Recientemente, leí en el periódico que en España está teniendo lugar una estrategia de avance en el ámbito de la emancipación masculina, que cada vez hay más hombres que se quedan en casa, que ayudan en las tareas domésticas, que se ocupan más de los niños, etc. Y, si bien todo esto representa, indudablemente, una valiosa evolución, pienso que el proceso de emancipación de los hombres abarca mucho más que el estropajo, el cuidado de los niños y sacar la basura. A mí, personalmente, no me gusta demasiado la palabra emancipación. Me evoca asociaciones que, sobre todo, hemos utilizado al referirnos a las mujeres. No es que esté mal, pero el proceso de cambio va más lejos y es más profundo: ¿Qué es lo que queremos en el fondo de nosotros mismos? ¿Qué cosas ya no nos hacen felices? ¿De qué tenemos que desligarnos? ¿Cuál es nuestro papel como hombre, en la familia y en la sociedad? Y relacionándolo todo, aparece la pregunta crucial: ¿qué signi ca la masculinidad sana? Desde luego, no es ya la del caduco hombre-macho, que carece de cualquier sentimiento y se precia de una imagen anticuada y autoritaria, pero tampoco el hombre blando, que se sume en sus emociones y ya no sabe lo que quiere o que no es capaz de actuar. Vamos a la búsqueda de una nueva imagen de masculinidad: un hombre que esté orgulloso de quien es, que pueda ser tanto enérgico como compasivo. Un hombre que se conozca a sí mismo y que se atreva a estar en el mundo.
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