A José Vizcaíno, profesor en excedencia, los vecinos del pueblo manchego de Santa Muela de la Cruz lo tienen por huraño y pedantón. A librarse de esta consideración general no ayuda ni su dedicación constante a ordenar los papeles de su gabinete con los que se construye la memoria ni su lenguaje rancio y relamido. Solo recobra el pulso de la vida al aparecer unas monedas pegadas en la puerta de algunas casas en las que ve un mensaje cifrado. Cuando un convecino, Emilio el Benigno, es encontrado con unas extrañas heridas su amigo Antonio Herreros, jefe del Equipo de la policía judicial, le pide ayuda. Vizcaíno, sin embargo, por mucho que se le desengañe, no deja de considerar el mensaje enigmático de las monedas mientras ayuda con indolencia a que una pieza arqueológica extraordinaria sea recobrada. Para recuperar su memoria y reestablecer con sus pesquisas el orden pacífico del pueblo piensa en la necesidad de que una asistenta lo ayude en las tareas de la casa. Sus conocidos, amoscados, no creen en la honestidad de los propósitos del célibe solterón. El autor alza un escenario realista aunque inventado, el pueblo de Santa Muela de la Cruz, donde el sol castiga inclemente a las personas que se atreven a deambular antes de guarecerse precipitadas en un bar o en una tienda. Asomarán para contender con el protagonista misántropo el juicioso Rafael Wízner, artesano de la navaja; el paciente y meticuloso cabo Herreros; la airada tendera Llanos y Remedios, la panadera melindrosa; el cultísimo y socarrón Luis, amo del casino; el farandulero Abogado y su mujer Carmen; el faccioso Ruiz Torres junto al omnímodo y fantasmal Heliodoro; la ebonizada y celeste Daniela con la criselefantina Lucrecia Grossu... y toda una caterva de personajes bullentes que conformarán un coro impagable en una obra que bandea los límites del género policial.
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