Era una tarde gris, cargada de melancolía y bruma, cuando mi madre me estrecho en sus brazos y depositando un largo y profundo beso en mi mejilla adolescente, que aún conservo y me reanima, me despidió de la casa, ausentándome con mi mejor amigo, Jorge García, a Guayaquil, a cumplir la obligada meta de continuar los estudios superiores; él en el área de las ciencias exactas, su afición natural, yo a las ciencias biológicas, según mi especialidad del bachillerato que terminaba de aprobar en el Colegio ¿26 de noviembre¿ de Zaruma.
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