Buena parte del arte y de la literatura europeos se inscriben en las normas del decoro, en formas bien limadas que se ajustan a los patrones legitimados por la tradición y el buen gusto. Pero existe otra tradición que se revuelve contra las convenciones. El resultado es un arte incómodo, inclasificable y que se parece a un silencio: un estuche construido con material de derribo que esconde en su interior la estatua de un Dios. Un desajuste entre un exterior que puede ser impúdico, risible y grotesco, y un interior repleto de sabiduría. Una tradición que ha sido objeto de persecución y que cuando ha terminado imponiendo su excelencia se la ha tratado de velar con una interpretación que ocultara su singularidad y valor. Ya sea contando la historia de cómo el desnudo pictórico sobrevivió al decoro europeo, desmitificando las corrientes críticas que tratan de convertir a Cervantes en un mero transmisor del espíritu de la nación, analizando las irreverencias formales de Sterne y Rabelais, la heterodoxia de Juan Goytisolo o la provocación de un pintor como Egon Schiele, José María Ridao expone una corriente a menudo soterrada dentro de la cultura europea y rompe una lanza en favor de aquellos artistas que no dudaron en incurrir en imperfecciones y apartarse de los cánones convencionales si eso les valía para extender los límites de su creatividad artística. Una defensa que termina convirtiéndose en un auténtico elogio de la imperfección
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