Era una noche de verano y, en la amplia estancia con ventanas que daban al jardín, hablaban acerca del pozo negro. El consejo del condado había prometido llevar agua al pueblo, pero no lo había cumplido. La señora Haines, esposa del caballero terrateniente, una mujer que tenía cara de oca y unos ojos saltones, como si vieran algo que tragar en la acequia, dijo con afectación: ¿¡Vaya tema de conversación en una noche como esta! Entonces hubo un silencio; una vaca mugió, y esto dio pie a que la señora Haines comentara cuán raro era que, siendo niña, jamás hubiera temido a las vacas, solo a los caballos. Aunque había que tener en cuenta que, cuando era muy pequeña, todavía en el cochecito, un caballo de tiro había pasado a un dedo de su cara. Su familia, dijo la señora Haines al anciano que estaba sentado en un sillón, había residido cerca de Liskeard durante siglos. Las tumbas que había en el cementerio así lo demostraban. Fuera, un pájaro gorjeó. ¿¿Un ruiseñor? ¿preguntó la señora Haines. No, los ruiseñores no llegaban tan al norte. Era un pájaro diurno que, animado por otro día sustancioso y suculento, por los gusanos y los caracoles y la arenilla, gorjeaba incluso dormido.
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