Mirar los blancos azahares con que se coronan las novias en tren de matrimonio, y sentir una carcajada cosquillearme en la garganta, es todo uno. Y esto me sucede, no porque sea un cotorrón canalla y descreido, sino porque me acuerdo de Juanita la hija de nuestra vecina doña Antonia, que se casó con mi tío Juan Alberto. ¡Qué impresión sentí cuando la ví coronada de blancas flores de naranjo, emblema de la pureza, a aquella pícara y graciosa muchacha con quien había trincado tanto en el jardín de mi casa! Vino a mi mente, con toda claridad, la tarde aquella en que por vez primera nos dimos un beso, que fué el incubador de los millones en gérmen que Juanita escondía en las extremidades de su boquita rosada. Según costumbre, Juanita y yo ¿dos muchachos de 13 años¿ habíamos ido al jardín en busca de violetas, durante una templada tarde de Agosto. Allí, sentados a la sombra de los grandes árboles, escudriñábamos entre las hojas verdes, buscando las pequeñas flores fragantes. Examinábamos la misma mata y de repente nuestras manos se encontraron sobre el tallo de una gran violeta nacida al reparo de una piedra, que yo me apresuré a cortar.
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