A la moda de las exposiciones sucedió, no hace mucho tiempo, la de los centenarios: algo como mundanas y populares apoteosis, culto y adoración de los héroes. Y hallándose esta moda en todo su auge, se nos vino encima el año 1892, y con él un grandísimo empeño, en la peor ocasión que pudiera imaginarse y temerse. Van a cumplirse cuatro siglos desde que se descubrió el Nuevo Mundo, acontecimiento de tal magnitud, que no hay en la historia de nuestro linaje otro mayor en lo meramente humano; no hay acaso otro mayor, salvo la teofanía del Sinaí y el suplicio redentor del Gólgota. ¿Cómo no ha de celebrar España este cuarto centenario que celebrarán a porfía las nuevas naciones de América, y sin duda Italia, patria del atrevido e inspirado piloto que se abrió camino por el Atlántico para que el vaticinio de Séneca se cumpliese, se agrandase el concepto de las cosas creadas y se llegase al fin, no por conjeturas y especulaciones, sino por experiencia, a conocer la extensión, la forma y la repartición exacta en continentes, islas y mares, del planeta en que vivimos?
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