El tiempo no es una entidad objetiva empíricamente observable. Constituye más bien un organizador simbólico de primer orden que compete a los tres pilares sobre los que se asienta lo cultural como red trans-subjetiva de sentidos potenciales, a saber, el poder, las identidades y el saber. La temporalidad es el modo en que interpretamos el presente de acuerdo con una diferenciación variable entre el pasado y el futuro. En ese sentido, podemos localizar distintos tipos de temporalidad históricamente aprehendidos conforme toma y ha tomado presencia lo que somos, lo que hemos sido y lo que podemos llegar a ser. El tiempo se futuriza o desfuturiza como pantalla de proyección de nuestras acciones selectivas; condiciona y es condicionado a la vez por nuestros comportamientos en función del modo en que nos abrimos o cerramos al cambio social. Cualquier lectura interpretativa de la temporalidad socialmente construida nos da las pistas sobre un específico proyecto histórico y, por tanto, político concreto.