La hermeneútica tiene una larga historia de la que todavía hoy se puede aprender mucho. Al comienzo se sitúa el tratado aristotélico de este mismo nombre, que se ocupa, en el fondo, de la lógica de la oración. La manera en que la Edad Moderna usa el término "hermenéutica" se refiere por lo general a disciplinas especiales. Así, encontramos una hermenéutica jurídica y una teológica y, a fin de cuentas, la antigua palabra «hermenéutica» tiene la connotación del sentido universal de traducción. Pero una auténtica universalidad sólo pudo asociarse con este concepto cuando la era metafísica se acercó a su fin y su pretensión de monopolio frente a las ciencias modernas quedó restringido. Fue sobre todo Wilhelm Dilthey quien dio un paso importante en esta dirección con su psicología descriptiva. Pero sólo cuando Dilthey y su escuela llegaron a tener una mayor influencia sobre el movimiento, el entender ya no quedó meramente situado al lado del comprender y del aclarar y, en general, no quedó limitado a su uso por las ciencias. Al contrario, el entender constituye la estructura fundamental de la existencia humana, por lo que viene a situarse en el centro de la filosofía. De este modo pierden su primacía la subjetividad y la autoconciencia, que en Husserl todavía encuentran su expresión en el ego trascendental. En su lugar se sitúa el otro, que ya no es objeto para el sujeto, sino que éste se halla en una relación de intercambio lingüístico y vivencial con el otro. Por eso, el entender no es un método, sino una forma de convivencia entre aquellos que se entienden. Así se abre una dimensión al lado de la cual ciertos otros ámbitos especiales de posibles conocimientos no juegan un papel paralelo o equivalente, sino que esta dimensión constituye la práctica de la vida misma. Esto no excluye en absoluto que precisamente los métodos de la ciencia vayan también por su propio camino, que consiste en la objetivación de los asuntos de su investigación. Pero justamente aquí se encuentran también los peligros de una limitación teórica de la ciencia, que consiste en esquivar ciertas experiencias relacionadas con el otro ser humano, otras palabras, otros textos y su pretensión de validez debido a la autosatisfacción metodológica. Piénsese sólo en los pocos pasos que se avanzaron, por ejemplo, en el esclarecimiento de la gramática estructuralista del mito, en el que se invirtieron enormes energías de investigación, y ciertamente no con la finalidad y el resultado de que ahora el mito comience a hablar mejor. Algo parecido se podría decir de la semántica, que toma como objeto el mundo de los signos o de la textualidad, a los que el conocimiento científico ha conseguido acercarse de manera nueva e interesante. Mas, la hermenéutica no pretende la objetivación, sino el escucharse mutuamente, y también, por ejemplo, el escuchar a alguien que sabe narrar. Es ahí donde comienza lo imponderable al que nos referimos cuando los seres humanos se entienden. El mérito especial de Grondin consiste en haber elaborado este diálogo «interior» como el fundamento propiamente dicho de la hermenéutica, pero que tiene un papel importante también en otros contextos. Jean Grondin (1955) estudió en las universidades de Montreal y Tubinga. Entre 1982 y 1990 enseñó en las universidades Laval (Quebec) y de Otawa. Desde 1991 es profesor titular de Filosofía en la universidad de Montreal. Becario del Conseil de Recherches en Sciences Humaines du Canada y de la Fundación Alexander von Humboldt. Es autor de diversos libros sobre la hermenéutica de Gadamer, la filosofía de Heidegger y Kant, y de una biografía del propio Gadamer (Hans-Georg Gadamer. Una biografía. Herder, Barcelona 2000). De interés para estudiosos de la Filosofía y las Ciencias del Hombre y Bibliotecas.
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