Japón es una de esas culturas del mundo que conserva la capacidad de asombrar y embelesar al visitante, de imantar sus ojos y su mente a lo que ofrece, lo tangible y lo intangible. En un mundo que parece tan viajado y conocido, las formas y los modos de este país aparecen nuevos y sorprendentes. Quizá radique ello en su escritura. Cuando se tienen caracteres ideográficos combinados con silabarios, la manera de pensar y por lo tanto de actuar y crear, debe ser necesariamente distinta. Es por ello que las japonesas visten ropas occidentales y su apariencia es extraña, como Alicias después de volver del país de las maravillas; es por ello que los luchadores de sumo se mueven gráciles como mariposas y su semblante antes, durante y después de la batalla refleja la inevitabilidad del destino, sabedores de que la nada no es un apéndice de la existencia sino la misma existencia. Es por ello que construyen edificios asimétricos, temerosos de la perfección reservada a los dioses. Así, su famosa cortesía es más un respeto debido a los demás, a las personas, dioses, kamis, espíritus o Budas; un respeto al prójimo para no ofenderlo proclamando la propia perfección. Sólo hay que conocer el lenguaje honorífico japonés, capaz de crear expresiones distintas de un mismo verbo para distinguir si se habla a un interlocutor de inferior, igual o superior rango. Sonrisas, meditaciones, ofrendas, e incluso la pose mie del actor de kabuki, conforman el estado de ánimo de un país, de las raíces pasadas que flotan en el mar actual. En los momentos en los que un viajero presencia alguna de las expresiones de los actos de este rincón del mundo, de este país cuyas islas conforman un caballito de mar, se siente asomado a un pozo luminoso en el que además del agua ajena podemos observar en profundidad nuestro propio reflejo.
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