En las últimas décadas las democracias de todo el mundo han acusado cierto anquilosamiento. Muchas veces la ley y la política se perciben como ajenas y las cámaras legislativas, congresos y parlamentos, tienen dificultades para lograr consensos. Además, a menudo los tribunales anulan las decisiones tomadas por los representantes electos. Ante la ausencia de líderes políticos competentes, se ha tendido a recurrir a los tribunales para resolver cuestiones políticas y morales. Sin embargo, los fallos que puedan emitir los tribunales supremos de países democráticos, o el propio Tribunal de Estrasburgo, solo permiten zanjar provisionalmente los debates abiertos, pues las sentencias no apaciguan la división social ni las posiciones encontradas que generan estos debates. Más bien al contrario, la ausencia de responsabilidad democrática de los jueces conduce a la radicalización. Y, en particular, la extralimitación de los jueces, cuando lo que está en juego son los derechos humanos, no puede compensar las deficiencias de la política.
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