Kakurenbo, el juego del escondite, era el favorito de Ryokan cuando era un niño y sirve de metáfora de su vida, y posiblemente de todas nuestras vidas: cruzar la puerta y esconderse, después salir bajo la luz de la luna, y, por decirlo así, entramos y salimos de nuestras experiencias en un intento de encontrarnos a nosotros mismos, de encontrarnos unos a otros, mientras vamos entrando y saliendo de nuestra conciencia y de los estados de realización. Todo esto parece empezar con el juego inocente de cucú-trastrás? ¿Qué es lo que fascina a los niños que los hace reír y capta su atención? ¿Qué juego mítico jugamos desde la cuna en búsqueda de nosotros mismos? Ahora me ves; ahora ya no. Mira, estoy aquí; no, estoy allí. ¿Para qué nos estamos preparando con ese juego? Esta es la dinámica en la búsqueda de Ryokan, con la salvedad de que no podemos ubicarle ni siquiera cuando se hace visible. No hay mucho de él que perdure en el tiempo salvo una sabiduría colectiva que empieza a filtrarse a través de los poros a medida que pasamos tiempo junto a su enseñanza. Cualesquiera sean los lugares en los que nos escondemos, podemos sentir cómo Ryokan cruje los granos como si fueran polvo de estrellas cayendo. Siempre acierta a bañar cada instante con una sabiduría serena para luego desaparecer bajo la luz de la luna. Un maestro del juego.
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