»Mientras recobro la mía, allá van paces y más paces y un propósito firme de no volver á ser irascible, ni suspicaz, ni cavilosa, ni inquisidora, como tú dices. Tus explicaciones me satisfacen completamente: no sé por qué veo en ellas una lealtad y una honradez que se imponen á mi razón, y no dan lugar á más dudas, y me llenan el alma, ¿cómo decirlo? de un convencimiento que se parece al cariño, que es su hermano y está junto con él, abrazados los dos, en el fondo, en el fondo... no sé acabar la frase; pero ¿qué importa? Adelante. Decía que creo en tus explicaciones. Una negativa habría aumentado mis sospechas; tu confesión las disipa. Declaras que en efecto amaste... no, no es ésta la palabra... que tuviste relaciones superficiales, de colegio, de chiquillos, con la de Fúcar; que la conoces desde la niñez, que jugabais juntos... Yo recuerdo que me contabas algo de esto en Madrid, cuando por primera vez nos conocimos. ¿No era esa la que te acompañaba á recoger azahares caídos debajo de los naranjos, la que tenía miedo de oir el chasquido de los gusanos de seda cuando están comiendo, la que tú coronabas con florecillas de dondiego de noche? Sí: me has referido muchas monadas de esa tu compañera de la infancia. Ella y tú os pintábais las mejillas con moras silvestres y os poníais mitras de papel. Tú gozabas cogiendo nidos, y ella no tenía mayor placer que descalzarse y meter los pies en las acequias, andando por entre los juncos y plantas acuáticas. Un día, casi á la misma hora, tú te caíste de un árbol, y ella fué mordida por un reptil. Era la de Fúcar, ¿no es verdad? Mira qué bien me acuerdo. ¡Si sería yo capaz de escribir tu historia!
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