«Porque, desde el principio de los tiempos, las mujeres santas que confiaban en Dios se honraban sometiéndose a sus esposos; Sara obedecía a Abraham, llamándole señor, y también sus hijas y las hijas de sus hijas». Con estas conocidas palabras mi tío, el reverendo Starkweather, puso fin a la ceremonia del matrimonio según el rito de la Iglesia anglicana. Luego, cerró su libro y me miró desde el altar, con una cariñosa expresión de interés en su ancha y colorada cara. Al mismo tiempo, mi tía, la señora Starkweather, de pie junto a mí, me dio unos suaves golpecitos en el hombro y me dijo: ¿¡Ya estás casada, Valeria! ¿Por dónde vagaban mis pensamientos? ¿En qué se entretenía mi mente? Estaba tan confusa que me era difícil determinarlo. Me estremecí y miré al que ya era mi marido. El pobre parecía tan aturdido como yo. Creo que a los dos se nos había pasado por la cabeza la misma idea: ¿Era posible que, a pesar de la oposición de su madre a nuestra boda, fuéramos ya marido y mujer? Mi tía zanjó la cuestión con un nuevo golpecito en mi hombro.
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