La afición por el género de terror, el misterio, lo macabro ya lo habían dado autores de la talla de Edgar Allan Poe con sus Narraciones Extraordinarias; en la Inglaterra victoriana el novelista Robert L. Stevenson se adentró en experimentos maléficos con El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. En la poesía se reconocen estos perfumes en Charles Baudelaire en Las flores del mal, así como en uno de los precursores de la modernidad y el surrealismo, El Conde de Lautréamont. Aunque el autor de estos poemas en prosa va iniciando un encuentro con las letras a los diecisiete años, a través de estas notas guardadas en una libreta de diario, se atreve a ir al encuentro de estos frutos amargos y fuertes, que a veces nos pueden llegar a escaldar la médula, nos pueden llevar al dolor, a la furia, a las ideas y sensaciones escatológicas. Páginas mezcladas con lo erótico, lo grotesco, lo deforme y brutal. También nos sumerge en lugares cavernosos, profundos, donde las siluetas y las voces se confunden con Luzbel; surgen luces y arcos, emblemas, señales apasionadas, actos humanos que revelan una experiencia brillante, luminosa.