Quién de los dos empujó primero, yo no lo sé. Quizás fuera el mar, acaso fuera el río. Averígüelo el geólogo, si es que le importa. Lo indudable es que el empuje fue estupendo, diérale quien le diera; es decir, el río para salir al mar, o el mar para colarse en la tierra. Mientras el punto se aclara, supongamos que fue el mar, siquiera porque no se conciben tan descomunales fuerzas en un río de quinta clase, que no tiene doce leguas de curso. ¡Labor de titanes! Primero, el peñasco abrupto, recio y compacto de la costa. Allí, a golpe y más golpe, contando por cúmulos de siglos la faena, se abrió al fin ancho boquete, irregular y áspero, como franqueado a empellones y embestidas. Al desquiciarse los peñascos de la ingente muralla, algo cayó hacia afuera que resultó islote mondo y escueto, y más de otro tanto hacia dentro, en dos mitades casi iguales, que vinieron a ser a modo de contrafuertes o esconzados de la enorme brecha. La labor del intruso para continuar su avance, fue ya menos difícil: sólo se trataba de abrirse paso a través de una sierra agazapada detrás de la barrera de la costa; y forcejeando allí un siglo y otro siglo, buscando a tientas al obstáculo las más blandas coyunturas de su armazón de granito, quedó hecho el cauce, profundo y tortuoso, entre dos altos taludes que el tiempo fue tapizando de césped y bordando de malezas.
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