Las primeras generaciones de cristianos pertenecían plenamente a la religión judía, en cuyo libro sagrado, la Biblia, hallaban inspiración. La proclamación del mesías Jesús no los extrañaba de las sinagogas, antes al contrario, los presentaba como fieles hijos de la promesa de Dios a Abrahán. Convencidos de la inminencia del fin del mundo, algunos cristianos sostuvieron que los paganos, muchos de los cuales frecuentaban ya las sinagogas como simpatizantes, debían ser admitidos en el seno del pueblo elegido sin pasar por la circuncisión. Pablo de Tarso fue el adalid de este judaísmo renovado, que fue recibido con entusiasmo en los círculos de Israel más sensibles a las profecías universalistas. La propuesta innovadora fue rechazada por el judaísmo más ortodoxo, en particular por el de Palestina, y también por algunos grupos de seguidores del mesías Jesús. Todos los escritos cristianos primitivos, el Nuevo Testamento, son obras redactadas desde el interior de la religión judía. Entre finales del siglo I y principios del II la secta cristiana se separó de la sinagoga y se constituyó en iglesia, conservando, sin embargo, el libro sagrado de Israel.
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