A menudo, el título de maestro se considera únicamente un requisito académico o burocrático. Es cierto, pero si nos reducimos a cumplir una tarea, corremos el riesgo de abandonar en mitad del camino. La disertación moviliza todas nuestras fuerzas, nuestro tiempo; somos sujetos antisociales y excluyentes, inciertos en el comportamiento, en la emoción y, por qué no, en el intelecto. La disertación consume nuestras energías y exige una enorme tolerancia con los que conviven con nosotros, porque en esta etapa de la vida nos vemos abocados a la exclusividad de la escritura. Sin embargo, investigar con audacia, en el sentido de atreverse, provocar, cuestionarse, cumple una función social: la de avanzar en el conocimiento de un determinado propósito. Sea cual sea el tema, siempre aportará algo para alguien, ya sea por la perspectiva que se explora, o por la nueva mirada, que provoca percepciones, y, ciertamente, incomodidad y extrañeza. Mi delirio es la afirmación de que el respeto entre los seres humanos y con nuestra casa mayor es posible, sí, desde simples alternativas, no juzgando, sino conociendo, optando o no, pero respetando.
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