Cuando regresé hace algunos meses de los Estados Unidos, después de la extraordinaria serie de aventuras en los mares del Sur y otras partes, cuyo relato doy en las páginas siguientes, la casualidad me hizo conocer a varios caballeros de Richmond (Virginia), quienes, tomando un profundo interés en todo cuanto se relaciona con los parajes que había visitado, me apremiaban incesantemente a cumplir con lo que ya constituía en mí un deber ¿decían¿ de dar mi relato al público. Sin embargo, yo tenía varias razones para rehusarme: unas de naturaleza enteramente personal; las otras, es cierto, algo diferentes. Una de las consideraciones que particularmente me retraía era el hecho de que, no habiendo escrito un diario durante la mayor parte de mi ausencia, temía no poder redactar de memoria una relación lo bastante minuciosa, con suficiente ilación para obtener toda la fisonomía de la verdad ¿relato que sería, no obstante, la expresión real¿, no conllevando más que aquella natural, inevitable exageración, hacia la cual estamos todos inclinados cuando describimos acontecimientos cuya influencia ha ejercido su poder activo sobre las facultades de la imaginación. Otra de las razones era que los incidentes dignos de ser mencionados resultaban de una naturaleza tan maravillosa que no podía esperar que se me diera crédito, ya que mis afirmaciones no tenían más base que ellas mismas (salvo el testimonio de un solo individuo, y éste mitad indio), aparte mi familia y mis amigos, quienes en el curso de mi vida tuvieron ocasión de alabar mi veracidad; pero, según todas las probabilidades, el gran público tomaría mis asertos como impudentes e ingeniosas mentiras. Debo también manifestar que mi desconfianza en mi talento como escritor era una de las causas principales que me impedían ceder a las sugestiones de mis consejeros.
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