La Cabeza Desnuda, una meseta salida de las tinieblas y los tiempos antiguos, guardaba en su lado oeste las tres ciudades de los muertos, en el este estaba construyendo una ciudad de los vivos, y tocaba el cielo con un pequeño templo. En la noche de la tempestad, un trueno golpeó la torre de la casa de culto, quemó los muros, derribó el campanario y dejó la lluvia en los recuerdos. Los pozos se secaron. El hambre se extendió. Mirando al infinito, los vivos buscaron nubes. En su lugar llegaron los vendedores de agua, hechiceros y mercaderes de milagros. Al anochecer, al final de la esperanza, llegó un hombre más humilde que todos ellos. Llevaba un palo de lluvia. - Mañana por la mañana, antes de que salga el sol, junto a la iglesia destruida, deben venir todos los que crean que va a llover - dijo. - Vendremos todos - prometió el jefe de la comunidad. - No todos. Sólo los que crean. La mañana iluminaba la línea este del horizonte moribundo. Frente al templo en ruinas, sobre la Cabeza Desnuda, inmerso en una oración, estaba el recién llegado rodeado de gente. Todos acudieron... sólo un niño trajo su plato de barro para coger agua.
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