Cuando un hombre sagaz, pero no particularmente valiente, se encuentra con otro más fuerte que él, lo más prudente que puede hacer es hacerse a un lado y esperar, sin sonrojarse, a que el camino quede libre. Marco Tulio Cicerón, que fue en su tiempo el principal humanista del reino de Roma, maestro de oratoria y defensor del derecho, consagró durante treinta años sus energías al servicio de la ley y al mantenimiento de la República; sus discursos están cincelados en los anales de la historia y sus obras literarias forman un constituyente esencial en la lengua latina. En Catilina combatió la anarquía; en Verres denunció la corrupción; en los victoriosos generales percibió la amenaza de la dictadura y, al atacarlos, se acarreó su enemistad; su tratado De República fue largo tiempo considerado como la descripción mejor y más ética de la forma ideal del Estado. Pero ahora debía encontrarse con un hombre más fuerte que él. Julio César, a cuya elevación él (contando con más años y más renombre) contribuyó al principio confidencialmente, había utilizado, de la noche a la mañana, las legiones gálicas para conquistar el dominio supremo en Italia. Poseyendo César el mando absoluto de las fuerzas militares, le bastó simplemente alargar su mano para asir la corona regia que Marco Antonio le ofreció ante el populacho reunido.
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