En el primer tercio del siglo XVI, y en un convento de frailes franciscanos, situado no lejos de la ciudad de Sevilla, casi en la margen del Guadalquivir y en soledad amena, vivía un buen religioso profeso, llamado Fray Miguel de Zuheros, probablemente porque era natural de la enriscada y pequeña villa de dicho nombre. No era el Padre alto ni bajo, ni delgado ni grueso. Y como no se distinguía tampoco por extremado ascetismo, ni por elocuencia en el púlpito, ni por saber mucho de teología y de cánones, ni por ninguna otra cosa, pasaba sin ser notado entre los treinta y cinco o treinta y seis frailes que había en el convento. Hacía más de cuarenta años que había profesado. Y su vida iba deslizándose allí tranquila y silenciosa, sin la menor señal ni indicio de que pudiese dejar rastro de sí en el trillado camino que la llevaba a su término: a una muerte obscura y no llorada ni lamentada de nadie, porque Fray Miguel, aunque no era antipático, no era simpático tampoco, se daba poquísima maña para ganar voluntades y amigos, y, al parecer, ni en el convento ni fuera del convento los tenía.
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