Si Elizabeth Blackwell, Elizabeth Garrett o Sophia Jex-Blake, hubiesen sido hombres, este estudio no existiría, pues los hechos que se refieren no habrían sucedido. Si hubieran sido hombres, habrían accedido sin dificultad a las aulas de las universidades de su época, y a la práctica de la profesión médica. Pero encontraron multitudes de obstáculos y trabas. Y ello se debió únicamente a su condición de mujeres. Nos encontramos con un episodio más de esa larga historia del patriarcado, en que las mujeres, que constituimos la mitad de la humanidad, hemos sido consideradas inferiores, enfermas, tendentes a la inestabilidad psíquica, cómplices del diablo, dependientes de otros seres humanos, seres intermedios entre el hombre y el animal en la escala evolutiva, incapaces de realizar actividades intelectuales y de ostentar cargos de responsabilidad en la sociedad, inestables, maliciosas, débiles de razón y dominadas por la sensualidad y las emociones, destinadas por la naturaleza a la procreación y la reducción al ámbito doméstico.